LOS ESCARABAJOS

 

Abría y cerraba el baúl tantas veces como juguetes guardaba en él hasta que las campanillas la sacaban de su juego. Volvía su cabeza entonces con la boquita abierta. Una sonrisilla encajada entre dos grandes mofletes que rellenaban el hueco de sus ojos.

La habitación tenía una ventana oscura que la niña no alcanzaba a abrir y un papel de caracolas que con el tiempo se difuminaría hasta desaparecer. Durante el día repetía palabras como un lorito mientras corría por la habitación bailando con un vestido de organdí bordado.

Era el amor de su madre.

Y el tiempo se iría callando en un diciembre eterno. Un mes que solo letargo traía hasta que una tarde un fuerte viento salino entró por la ventana. Algunas de las argollas de la cortina cayeron al suelo despertándola. En ese instante se escuchó un tintineo y una avanzadilla de escarabajos invadió su cama picando su cuerpo y su cabeza. A Leonora, la madre de la niña, se la veía reventar los escarabajos con unas tijeras gigantes que abría y cerraba mientras escuchaba el crujir de sus negros caparazones. Luego caía derrumbada en la cama y entre lamentos repetía nunca más.., nunca más.

El origen de este demonio preso en ella y de (casi) todo era su marido.

Debió de escapar de sus abrazos antes de que aquellas alas membranosas la envolvieran por completo. Era un hombre angustiado que premeditaba el daño bajo los efectos de alguna droga que ella desconocía. A los cinco meses de casados, Leonora dio salida a su maltratado amor con un embarazo; pretendía así amedrentar el egoísmo de aquel maniaco.

Cuando nació la niña todas las atenciones fueron para ella y su marido se mostraba distante de concederle un ápice de cariño. La criatura creció sana hasta que tuvo dos años, justo cuando comenzó a ponerse de pie; chocaba con todo lo que tenía a su paso y lejos de hacerse daño, se reía tirándolo al suelo. No era capaz de dirigir su mirada hacia nada ni nadie, solo lo hacía con los sonidos. La madre dándose cuenta de esta falta se cosió campanillas en sus faldas. La vida de su hija estaba supeditaba a ella. Leonora sentía un remordimiento es el castigo de mi familia por escaparme de casa con este maldito al que nadie quiere. Mientras tanto el marido solo veía a la niña como un caso perdido sin ver comer, sin ver sentarse no tiene futuro alguno; la encerraremos en su habitación.

Hasta que un día, cumplidos ya los cuatro años, su madre no quiso cerrar más aquella puerta. La niña debía andar sola, conocer los peligros, desarrollar algún instinto. Al padre le cambió las líneas de la cara en cuanto vio aparecer la niña mientras él comía. Estrelló el plato y el vaso sobre el suelo y dio un portazo tras de sí. 

Avanzada la noche Leonora quiso velar el sueño de su hija. Buscó por cada rincón, pero estaba sola. Se la había llevada el padre. Leonora lo atribuyó a una sinrazón de celos y confiaba que volvería. Pero no lo hizo. Y en un ataque de locura creyó verle volar con sus alas de murciélago llevándose el cuerpo de su hija.

Corría el rumor entre los pescadores que lo habían visto en la noche oscura bajar por el acantilado, por el sendero de roca, con algo que llevaba en los brazos. Llegaría hasta el arco tallado de piedra que había en la playa y bajo él, como si fuese un altar improvisado, depositaría en la arena la carga que portaba. Si era la niña o no nunca se sabría. Dijeron que el oleaje enmudeció cuando la espuma pasó a través del arco.

Desde aquel día a Leonora se la vería sonámbula con impulsos de suicidio tras aquella ventana maltrecha embebida en la profundidad del océano. Un tobogán de pensamientos letales se la fue tragando como el bocado de una serpiente gigante. Esta angustia le hizo escribir cartas de amor a sus muertos y cuando se dormitaba sobre el papel los escarabajos arcanos del más allá mordían sus sueños como si pretendieran descomponer sus pensamientos y con ellos hacer una bola. 

Leonora entró en un bucle sin sentido como esas conchas marinas que giran en su propio espiral hasta perderse en la cicatriz que deja el animal al morir. Buscaba razones para seguir viviendo. A ratos creía ver la eternidad en todos aquellos dioses egipcios que la llevaban a la luz, pero siempre ella terminaba maldiciéndolos e intentado matar ¡No volváis más, apartad vuestras patas de mí!

Pero no se puede matar a los mensajeros del Hades, de ese inframundo, porque vuelven a nacer una y otra vez con el sol en un ciclo ininterrumpido igual que el amanecer de todos los días.

Al año de la muerte de su hija Leonora vendería aquella casa, pero antes de irse enterró el baúl de su hija bajo la sombra de una sabina que se erguía en el acantilado. Por un tiempo los escarabajos  quedarían callados y quietos. No habría más tintineos.

Quien comprara la casa, un escritor conocido de la ciudad, se dijo de él que perdió allí la razón. Aseguraba que su mujer había fallecido a causa de unos espectros que la rondaban como sombras tétricas y que volaban a su alrededor en cuanto le llegaba el sueño.

FIN

Personaje que aparece en el relato: Leonora de la obra de Poe "El cuervo"