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LABERINTO

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Hablaron del camino. Fue la primera vez. Cuando jugábamos aquel día a la oca. Ernestina, mi hermana, decía que era la ruta que debía seguir para aclarar mis ideas. Y yo…Yo solo veía la cárcel, la posada, la muerte y el pozo. Pero no contaba que también estaba el laberinto. La complicación de la vida. Y fue la mía, fue cuando por primera vez el cuerpo se me apretó por dentro y me sangró el alma. Pese a que se pierde la perspectiva si lo cuento así, es en lo que se convirtió aquel viaje. Y no era lo que sentía entonces. Es lo que siento ahora. Me retaron. Si no me salvaba en aquel dichoso juego debía hacer el camino a Compostela. Era algo tan absurdo; y además, sesenta y tres días, el número de casillas. ¿Cómo podían desear mis padres aquello? Intenté persuadirles con eso de que mi vida estaba bien como estaba, que era feliz y todo lo demás, pero no coló. Después, mis otros argumentos: no creía en ese umbral entre cielo y tierra, y mucho menos, en mundos subterráneos —el universo de án...

LOS COLORES DE CICLO

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Hay espátulas y pinceles dispersos en la arena mientras unas manos delgadas abren una ventana con la empuñadura de una brocha. La arena escurridiza cobra vida. Algunas historias comienzan por el principio, pero esta comienza aquí, en un castillo de arena construido por un mago que no tiene poderes, y junto a él, hay un niño que sí los tiene, pero aún no lo sabe. Un niño con un flequillo al revés que fabrica xilófonos con los tubos de las cortinas. Siete años tiene este corazón de músico, y sabe que su arte no es heredado, aunque todos crean que sí. También le han hecho creer que nació con un premio caducado porque no nació niña, y su madre, no lo ha superado, ni lo uno ni lo otro. Por mucho que insista su padre, este niño no quiere ser bombero porque él no lo sea y se conforme con ser tramoyista; lo más parecido a un apaga fuegos, aunque a su hijo pequeño le cause más de una herida ardiente. Ciclo se llama, y no es de Ciclón, es de Cíclope. A pesar de ser un nombre horripilante...

HOLA CARIÑO

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  Reinaldo traga un buche de agua. Respira hondo. No sabe bien por dónde le va a salir su mujer. Al fin y al cabo, el dinero es suyo. Intenta desenroscar el cuello; las cervicales las tiene empaladas. Vigila la puerta del baño, y en cuanto la escucha abrirse, busca desesperadamente algo con lo que trastear y no mirar a su mujer a los ojos. Escurre el trasero, escondiéndose tras la pantalla del ordenador. Su esposa, furiosa, acaba de salir de la ducha con el pelo enmarañado; chorreándole aún el agua por la nariz. Más que secarse, lucha con la toalla que la envuelve, frotándose enérgicamente parte de su celulítico y redondo trasero.   —¡¿Y no te has dado cuenta que era mucho dinero?! —Virti… ya te lo he dicho, me iba a pagar el doble de lo que vale. —¡A quién se le ocurre darle dinero a una desconocida! —Virti, no es cualquiera, es la princesa de Burkina… —¡Exiliada en Holanda, Reinaldo, exiliada! —Quiere cerrar de inmediato el negocio que tiene en Hong Kong. —¡¿...