HOSPITAL DE SANGRE
1938. Un año ha pasado desde que salió de su casa.
Raimunda. Raimunda mira el horizonte de secano con el
recuerdo de un ideal romántico.
Un año. Y ahora ella cura. Es una salvavidas. Y, ni es
por patriotismo ni por ideologías. Le agarró el mucho ruido y la ignorancia. Huyó
de la muerte, para encontrarla, de cara.
Las tropas militares que entraban en su Málaga querida.
Y la ciudad que se ahogaría en humo y en pólvora. Raimunda con dieciséis años.
Es una más entre cien mil. Es una más de La Desbandá. Como pájaros, salieron
despavoridos por la carga de la metralla. Sin orden ni concierto. El miedo estaba
omnipresente y paralizaba todos los sentidos, menos el instinto de la
supervivencia.
Dieciséis años. Y sin familia. Sola. Y huye. Huye por
su vida. Camina en silencio. Y no es consciente de la enorme tragedia que se le
avecina.
Raimunda marcha como todos, para Almería. Cree que es
la frontera, donde allí no pasa nada. Qué después, al otro lado de esa ciudad,
estaba Francia.
Es la antesala de la guerra civil.
Concha. Concha es alta y delgada como su madre. Subida
en un mulo y con seis meses de vientre que su peso arrastra. Dos niñas, gemelas,
una en cada serón abrigando el animal. Y su hijo que agarrado a la chaqueta va
con su padre. Cuatro años y siete, son sus edades. El animal arrastrando todo el
peso de la familia. Y la familia, el peso de la vida.
Concha no es vieja ni joven. No tiene edad. De brillo
azul en los ojos y sandalias de trapo. Y ya sale vestida de negro. Lleva los
hombros descolgados de abrazar la tierra y cocer las migas. Y las medias, desgarradas.
Concha se tapa la cara y se agarra el cuerpo. En una talega raciona mendrugos
de pan. Y en los bolsillos del delantal, lleva higos y almendras. Huye. Huyen
de moros que cortan cabezas y diablos rojos. Es lo que escuchan. Huyen esquivando
bombas y obuses que revientan a bocajarro desde el mar y el cielo. Desde el
cielo y el mar. Esquivan cuerpos tirados, desmenuzados entre las piedras. Son de
niños, mujeres y viejos.
Huyen. Huyen por la carretera nacional trescientos
cuarenta entre Málaga y Almería.
Para dormir, la cabeza aplastada en el suelo y bajo unas mantas. En corrales o en mitad de un cañaveral. Con suerte, una haza de cañas de azúcar. Salen de noche, pisando muertos antes que la metralla les desgrane la pizarra del camino. Y Concha, que se desmaya, muy cerca de Castell de Ferro.
Por suerte. Una furgoneta la socorre. Una unidad de
transfusión de sangre. Un cirujano canadiense y una enfermera inglesa atienden
a los heridos. Y una adolescente, salida de la niñez, que también ayuda. Es
Raimunda.
Raimunda. Bendita sea la rama que al tronco sale.
Morena salada. Ayuda a curar y transportar heridos hacia Almería. Y aprende los
primeros auxilios. La columna de tropas italianas, que avanza por la carretera.
Los buques, que bombardean. Y ella, testigo de operaciones quirúrgicas de
emergencia. Del traslado de heridos. De curas de desgarros y miedos.
Ya en el puerto de la ciudad almeriense, La Desbandá
de criaturas que se divide. Unos, en barcos. Otros, siguiendo para el Levante. Y
los que se esconden, lo harán bajo tierra, en refugios tras el aullido de la
sirena.
Raimunda marcha como voluntaria para Vélez Rubio. Un
convento se ha convertido en hospital y en casa de maternidad.
Fueron sus momentos de paz y esperanza entre tanto
ruido y tragedia. Madres amamantando. Recién nacidos. Cabecillas mondas. Agrupados
en cestas, canastos y camitas. Y niños y niñas. Los más mayores jugando. Allí
Raimunda coincidirá de nuevo con Concha que está a punto de parir. Tendrá un
niño. Y ya no volverá a verla más.
Pasan unos meses. De la casa de maternidad a un
hospital de sangre.
Raimunda. Colorada de noche y de día, mira la
palangana. Las vendas llenas de sangre flotan. Esa agua de lluvia que se
rebosa. Burbujas que bordean y caen, en una tierra luzbrina que arde. Al fondo,
gemidos que se entrecortan, se solapan. Que desgranan el alma. La vida batalla
con la agonía en esos colchones. La agonía, con la esperanza. Dos hombres se
vigilan el desconsuelo bajo las sábanas. Uno junto a otro. Herido de tórax uno.
Herido de vientre otro. Hermanos que en la guerra mueren y a falta de manos
para curarles.
A Raimunda algo de café aún le queda en la taza. Agarrada
la tiene. Abrazada. Sueña con imaginarla llena. Con un poco de pan y aceite. Gota
a gota por el paladar le baja. Bañándole el hambre. Como esa lluvia lo hace al
paisaje.
Sobre un banco de piedra, Raimunda ha caído rendida. Turno
de veinticuatro y hasta de cuarenta horas, y anda despierta. Sentada a falta de
cama. Teme que sus pesadillas puedan llegar si se duerme. Una y otra. Ella que
deslía vendajes. Una y otra. Solo brazos, piernas y pedazos de piel. Una y otra
vez. No puede lucrarse con la locura. Es un alto precio para quien ayuda.
Al hospital de sangre, heridos llegaron hoy. Muchos, metralla en cabeza y vientre traen. Muertos de fríos y dolor. Otros, quemados o con hemorragias, en shock. Y vendajes restan, casi ni quedan. Y apenas anestesia que les duerma. A lomos de mulos llegaron, empapados y cubiertos de barro. Mujeres y niños, desnutridos, con los pies sangrantes y desollados.
Y compartirán las pocas mantas. Y para vendarles, se
les cortará la escasa ropa que traen.
Raimunda. Lleva la sangre engarzada desde que llegó. Le
colorea el delantal y esa camisa que se arremanga. Rojo que le baja por brazos
y piernas, y en el desgaste de sus zapatos, el rojo que se le derrama. Luego ve
como le entra de nuevo. Pero sucio cuando al corazón le llega.
Entre botes vacíos de sueros para gangrenas y tétanos,
ella busca aceite alcanforado y cloruro. En una jofaina de acero y esmaltado blanco,
además, recoge el material quirúrgico. Y un moribundo, que grita de dolor al
otro lado. La valentía no le ahorra el sufrimiento. Ella que lo mira. Su
silencio es un grito de vida. Le toma de la mano. Y él, calla. Su silencio es
el aire que le queda dentro. El silencio. El más íntimo sentimiento.
Se respira tintura de yodo. Hay olor a éter. Pero el
más intenso no es ninguno de éstos. Ni el zotal, que pareciera más fuerte. Es,
el de la muerte. Una muerte anónima. Sin ideal, ni fe, ni moral.
Ha pasado ya un año. Se han ido arrancando los días
con las sangrientas fauces. Un año sombrialargado. Sombras que han crecido al
igual que los remolinos del vacío.
Raimunda confía cada vez más en su competencia y su
sentido común.
Su marcha por la vida se hará más lenta. Se siente
mujer. Ha madurado con los días. Es centinela de ella misma. En la cara le da el
aire fresco que entra por la ventana. Un tren con la bandera de la cruz roja
que la lleva hacia la frontera con Francia.
En ese caminar rodado conocerá a Norman. Brigadista
norteamericano. De puriamor de él se enamorará. Y Raimunda seguirá aprendiendo
y ayudando. Conducirá ambulancias y distribuirá quirófanos y material
sanitario. Ya no teme a nada ni a nadie. Nadie ya le puede arrebatar nada.
Siente que ha perdido y ha ganado. No entiende de
bandos equivocados. Ella, a su manera, vence a la muerte. Ha ido cambiando de
piel. Luchando contra enfermedades parasitarias y venéreas. Venciendo la
hambruna. Ella se abraza la cordura y, cauta, guarda la moral y las fuerzas. Ya
ha conseguido su ateneo libertario.
Su única batalla perdida: todos los que murieron sin
poder salvarlos. Cuando no hay suficientes para socorrer se pierde la esperanza
de ganar una lucha.
En su cabeza bulle el aislamiento, la ignorancia de
esa marea humana civil arrastrada por el miedo. El sinsentido de la violencia y
la locura de una guerra de exterminio. Miles de muertos en aquella carretera
del sur donde conoció a Concha. Entre Málaga, su cuna, y Almería. Y en ese Vélez
Rubio, el único lugar que, entre la lucha, vio nacer la vida. Donde acompañó a
Concha.
Siempre en su memoria sedánima, esas cuatro noches y
cuatro días. Siempre estará esa huida.
El éxodo y el genocidio de La Desbandá. Febrero
1937.
Esa desbandá tan conocida. Pone su personaje muy en la época, así que lo ha escrito alguien con conocimientos sanitarios más que someros. Un placer de leer, y un horror que es Raimunda, sea quien haya sido, viviera la desolación de tanta muerte por odios.
ResponderEliminarUn abrazo enorme y porque no haya odios que valgan una sola vida.
Hola amiga Alba. Pues si te cuento que hasta hace muy poco se ha conocido este genocidio. La masacre de La Desbandá, uno de los peores crímenes de guerra cometidos por el ejército franquista, permaneció casi oculta durante muchas décadas. Gracias por dejar tus impresiones. Y para el personaje de Raimunda, que es totalmente ficticio, he tenido que leer memorias de sanitarios que estuvieron en el frente para poder dotar de realidad a esta criatura. Solo es Concha, la que tiene una parte real, era mi abuela. Muchas gracias un abrazo enorme para ti también.
EliminarHola.
ResponderEliminarHe leído el texto conteniendo la respiración.
Mis abuelos siempre me decían que lo peor qu epodía pasar(dejando aparte pérdidas de un hijo o algo así)era la guerra.
Has descrito esos hospitales tan duros, con los muertos agonizando en colchones, con el olor a éter y muerte...pero has dejado un resquicio par ala vida y la esperanza, esa vida que trae al mundo Concha, ayudada por Raimunda.
Me ha gustado muchísimo, de verdad.
Enhorabuena y feliz día.
Hola Gemma, sí es dura la historia, al menos algunos tramos de ella, de nuestra patria, de nuestra tierra, a veces mejor verla de lejos y otras de cerca cuando merece un abrazo y no una desgracia. Gracias sinceras amiga mía. Un beso y feliz día.
EliminarLo mejor que puede hacerse es contarlo tan bien como tú lo has hecho, para que quede constancia a quienes hemos tenido la suerte de no vivir una guerra.
ResponderEliminarMagnífico, Emerencia.
Un abrazo.
Hola Chema, hasta hace poco no se conocía esta barbarie acontecida en la carretera N340 entre Málaga y Almería. La memoria histórica ha sacado a luz los testimonios de muchos supervivientes. Gracias. Un abrazo fuerte.
EliminarPor desgracia, lo que cuentas es histórico. Por mucho que se sepa sobre la Guerra Civil, siempre hay atrocidades nuevas que le sorprenden a una. Y hay que contarlo para que no se olvide.
ResponderEliminarRecientemente se ha escrito una novela El paseo de los canadienses, que trata estos hechos. No la he leído, pero está en mi estantería de pendientes.
Tu relato es muy emotivo y está tan bien escrito como acostumbras.
Un beso.
Gracias amiga Rosa, hasta hace poco no se sabía nada y los supervivientes estuvieron callados. Ahora con la memoria histórica se han atrevido a hablar y contar. Ambos bandos nacionales y republicanos callaron este comienzo de la guerra civil y el ensayo bélico de los alemanes para el que después fue el genocidio judío en la segunda guerra mundial. Un abrazo amiga mía y gracias siempre.
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ResponderEliminarUn relato desolador, Emerencia. Nos sumerges en la piel de Raimunda y su angustiosa vivencia en esa guerra. ¡Debió ser espeluznante esa época!
Y pensar que principalmente las mujeres fueron víctimas al intentar huir con sus hijos de la represión.
Un abrazo
Hola Yessy,muchas gracias por dejar tus impresiones. Un abrazo grande.
Eliminar¡Hola, Eme! Tremendo testimonio. La guerra es el mayor horror del que es capaz el ser humano, y una amenaza que siempre está más cerca de lo que pensamos. Todas comienzan calentando la cabeza a la población, y al poco nadie sabe ni por qué ni para qué lucha, simplemente sobrevive. Magnífico relato, Eme!
ResponderEliminarHola David, gracias por tu comentario siempre. Un abrazo amigo mío.
EliminarTremendo y escalofriante por lo real y tangible que parece.
ResponderEliminarNada conocía yo de estos horrores..claro siendo de otro país y como dices tu con el hermetismo rodeándolo.
Gracias y felicitaciones por tu excelencia!
Hola Buhita, gracias a ti siempre. Un abrazo
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