LUCIÉRNAGAS

«Ya dejaré de resbalar. No habrá más barro». Sentada en la hamaca, la que había sido mi cama durante aquellos días, pensaba en la despedida. Limpiaba mis botas. Las dejaría allí, en aquel rancho, junto a la mayor parte de mi reducido equipaje. Me rodeaban los cuatro niños. La niña más pequeña me miraba con una sonrisa traviesa, estaba feliz. Su madre, le había puesto el único vestido que tenía; uno blanco inmaculado con volantes en la falda, y también calzaba zapatos blancos. La hermana, tímida, se escondía en su gran moño rojo. Era fiesta para ellas. Solo los dos niños seguían descalzos, el mayor, sin camiseta, con sus amuletos colgándole del cuello. Así solían estar todos los días, acostumbrados a sentir la lluvia en el pecho y las raíces bajo los pies. Entonces yo cruzaría la frontera con Guatemala y ya no volvería a verles más. Había obsequiado una ofrenda al destino y me dejé llevar por él, como lo hacen las luciérnagas en la noche oscura tropical. Tenía un ...