LUCIÉRNAGAS
«Ya dejaré de
resbalar. No habrá más barro».
Sentada en la hamaca, la que había sido mi cama durante aquellos días, pensaba en la despedida. Limpiaba mis botas. Las dejaría allí, en aquel rancho, junto a la mayor parte de mi reducido equipaje.
Me rodeaban los cuatro
niños. La niña más pequeña me miraba con una sonrisa traviesa, estaba feliz. Su
madre, le había puesto el único vestido que tenía; uno blanco inmaculado con volantes
en la falda, y también calzaba zapatos blancos. La hermana, tímida, se escondía
en su gran moño rojo. Era fiesta para ellas. Solo los dos niños seguían
descalzos, el mayor, sin camiseta, con sus amuletos colgándole del cuello. Así
solían estar todos los días, acostumbrados a sentir la lluvia en el pecho y las
raíces bajo los pies.
Tenía un espíritu
joven y sobrada de ilusión por iniciar una vida en solitario. Llevaba
organizando ese viaje desde hacía tiempo. Como una trapecista ciega en el
alambre, yo tanteaba entonces en el aire razones que dieran fuerza a mis
convicciones. Andaba colocando un pie
delante del otro, uno inconsciente y el otro deliberado. Sentía que tenía que traspasar
ese océano. Era el momento de un cambio absoluto. Necesitaba
buscar otro sentido a mi vida y lo hice como cualquier germen de trotamundos. Un
lugar lejano y desconocido, donde pudiera deshacerme de apegos y miedos.
Llevaba puesta una falda larga estampada
al estilo hippie, unas botas de cuero de montaña desgastadas y una mochila con
arnés. Poco dinero; ahorrado de un primer trabajo que dejé. Había llovido fuerte
durante el día y aún lo hacía. A pesar de que eran las siete, era tarde. Estaba
nerviosa, me había quedado sola, esperando, en un lugar que no llegaba a
distinguir más allá de un camino de tierra encharcada y unas plataneras. A lo
lejos, vi acercarse luces, y resultó ser, quién me llevaría a la aldea.
La coordinadora de la organización nos
había repartido en diferentes comunidades a mis compañeras y a mi. Eramos cinco
voluntarias. Nadie quiso ir sola a El Verdillo. Yo, no dudé. Mi labor sería
enseñar, lo que había hecho durante los últimos años y estaba convencida de aportar
mucho con mi experiencia. Un sentimiento más paternalista que solidario. Cuando
volví a España, lo supe.
Había dejado de llover y hacía un calor
húmedo insoportable, notaba los pies ahogarse en aquellas botas de piel. Se me
habían pegado a los tobillos como dos argollas. Llenas de barro, pesaban como
si arrastrase dos peanas de cemento. Había sido muy mala idea aquel calzado. La
ropa la llevaba empapada. La camiseta con el sudor y la lluvia la tenía pegada
al cuerpo; la sentía como si estuviera dentro de un bote lleno de babosas y no
podía separarlas de mi piel.
El vehículo paró. El
conductor se llamaba Miguel, se presentó como líder de la comunidad “El
Verdillo”. En silencio cogió mi mochila y la subió a la camioneta. Tenía el
rostro gentil, con piel y ojos muy oscuros, con un bigote poblado que le hacía
destacar su nariz aguileña. Al montarme en el vehículo, vi que el
lateral estaba agujereado, parecía un colador. Ni lo pensé, subí, y cerré
la puerta. La camioneta, arrancó.
Estaba tan nerviosa que durante el camino tenía la mente amarrada, no se me fuera a ir a otra parte. Me las ingenié para no parar de hablar, de lo que fuera: de la lluvia, del estado del camino. En cambio, Miguel, de vez en cuando, solo dejaba salir dos palabras, tres, a lo sumo; con una voz amable al oído, un compás lento, paciente y de final susurrante. Una educada parsimonia envuelta en un olor a patata de tierra recién arrancada y la destreza del mejor conductor de rallies sobre aquel barro esquivando rocas. Sus gruesas manos empuñaban el volante con la intención de que no saliera disparado como un platillo volante. Raro fue que no volcaramos con esos saltos de galgo que daba la camioneta. Yo no diferenciaba si rodábamos o saltábamos a cuatro ruedas. A pesar de no ver absolutamente nada, por las dudas, yo no quitaba la vista del camino. Un camino que iba a ser largo, ya me lo había comunicado la coordinadora de la organización antes de dejarme: «Me han dicho que hay un buen rato hasta llegar a la comunidad, yo nunca fui» me dijo. Y fue así. No solo no había ido ella. Después me enteré que sería yo el primer extranjero que pisaba El Verdillo.
Convivir con gente muy
diferente a mi cultura era lo que yo deseaba. Necesitaba sentir, descubrir in
situ. Y ahora estaba allí, en mitad de la noche, en un pickup oscuro agujereado
por munición y con un hombre extraño junto a mi, parco en palabras. Todo un aliciente
para el preámbulo de una gran aventura.
En aquel momento yo no
contaba con el miedo. El caso es, que éste se apodera del ser de mil formas
cuando se intenta entrar en una realidad ajena. No importa a cuantos kilómetros
de distancia estés. A mí solo me respaldaba la confianza de la ONG española y su
filial centroamericana. Y un garrafón de agua potable que me habían dejado.
Tal vez con la
intención de tranquilizarme, Miguel aumentó el número de palabras y sin mirarme,
dijo.
—Es el único
bosque que queda.
Entonces, quien se quedó
callada fui yo.
Mientras volaba rumbo a este país, desde el aire había visto mucho verde; era lo que se correspondía con esa imagen bucólica que yo tenía en mi cabeza antes de salir de España. Pero lo que creí que era un inmenso bosque tropical resultó ser otra cosa. En todo el trayecto desde el aeropuerto al punto de destino, solo había visto pastos, hierba que rodeaba a ranchos salpicados y alguna que otra aldea. Me encontraba en una despiadada deforestación donde solo quedaba un puñado de árboles. Miguel prosiguió, esta vez sonriendo y mirándome.
—Es el legado para mis
chiquitos. Son unas ceibas y algunos palos
del pan y un torrente quebrado de agua que emana de un nacimiento.
Crecen en la orilla: huertas, maicillo, jocotes.
Ahora juegan allí, sabe, pero de mayores, será su sustento. Sembrarán caña
y no se dejarán achicar por nadie. Plantarán yuca y mango, y tampoco tendrán
aflicción.
Si no hubiera sido por la incertidumbre del momento, pensaría que lo había
dicho orgulloso y emocionado. Además, su vocabulario distaba bastante de lo que
era su apariencia: una blusa medio abrochar, coja de un lado, y con toda
seguridad, sucia, descolorida y descosida; y un pantalón arremangado, sin
dobladillo. Me bautizó con el nombre de Meriy. Al decirle mi nombre se sonríó,
y en ese momento él pensó en lo más parecido y fácil de decir.
—Meriy, sabe usted, me estoy preparando para ser un
buen líder de la comunidad. Mi facilitadora dijo que tendré un graduado pronto…
Yo permanecía
callada, aguantando la mirada de asombro
…de este modo, yo también podré alfabetizar a mi
comunidad. No piense usted que soy abusivo, yo no quiero ahuevarme, hay que
aprender, hay que pensar.
Paró la camioneta y
se quedó mirando hacia delante.
El silencio. Comencé a oír los latidos de mi corazón y todos aquellos sonidos de la noche: Huic, huic, clá,clá,clá, clá, clá, uuuú, uuuú, chiris, chiris, chiris, psis, psis. Y de pronto, escuché el río o tal vez, fuese el manantial donde jugaban los hijos de Miguel durante el día. Al agua se le oía lamer las orillas como ese comer del anciano, con la boca arrugada, entreabierta, desdentada. En este hechizo instantáneo, Miguel habló.
—Lo hago, sabe usted, yo quiero aprender, cuando acá
todo se hace oscuro, quedo solo con la noche y la luz de una candela y ellas.
Señaló
con su cabeza a un lado y a otro.
Estábamos en una zona con apenas unos cuantos árboles calvos, palos largos y escuálidos con unas raíces zambas alumbradas por los faros. En la vegetación del suelo, dos raíles de barro marcados, tal vez las huellas de las ruedas que posiblemente invertían su recorrido. No sabía bien a qué se refería, pero aquellas palabras me hicieron sentir más tranquila; aunque seguía agarrada a la osamenta del asiento con brazos y piernas, como una garrapata. De pronto, sin saber de donde habían salido, aparecieron. Unos pequeños ojillos brillantes comenzaron a guiñarnos. Posiblemente, Miguel se refería a ellos. Parpadeaban, como si bailaran entre las gotas de lluvia que caían. Nos rodearon. Y allí aparecieron, entre los árboles. Eran luces amarillas. Miguel caso suspirando dijo:
—Ellas, también han podido sobrevivir…
Y se quedó callado al
instante, con sus manos cogidas al volante.
Hacía cuatro años que
había acabado la guerra civil, una guerra que duró doce años. Me dijeron que
había mucha inseguridad y desconfianza todavía en el país. Que andaban activas
las comisiones de la verdad investigando genocidios de los militares a los
guerrilleros. En la ciudad, había toques de queda y lugares donde no se podía
llegar. Muchos de los guerrilleros quizás se podrían haber escondido en aquel
bosque, por donde ahora pasábamos; tal vez pudo ser un lugar de fusilamiento… Y
de nuevo, el miedo me agarró. Para tranquilizarme, me centré en observar las
luces que parpadeaban.
Cuando pequeña conocí
las luciérnagas. Eran diferentes. Y no volaban. Escondidas alumbraban entre las
macetas de mi madre. Yo las cogía y jugaba con ellas como si fueran linternas. Ya
han desaparecido como lo hicieron las garduñas, los gatos clavo. Ahora,
proliferan otras luces: la luz de la ventana, la luz de la farola, la luz de la
televisión, la luz de los faros del coche…
—Vea, hay que
agarrarse a la vida, al bosquecito, que él nos guarde y nos cuide. Y nos aparte
de todo mal y peligro. No hay que malgastar su savia, un saber de miles de años,
¿verdad? El sol siempre brilla aquí, aunque se esconda al otro lado del monte.
Arrancó el pikut y seguimos adelante.
El traqueteo de la
camioneta ya no era tan fuerte. Volví a pensar en las luciérnagas; esos
diálogos de luz que permanecen hasta el amanecer. En ese instante descubrí que
empezaba a brillar dentro de mi otra luz: la confianza.
Por fin, llegamos. Se distinguían media docena de luces salpicadas en la oscuridad. Apenas se apreciaba mucho más. Mientras Miguel cogía mi mochila, yo había bajado de la furgoneta de un salto. De pronto sentí como mis botas de cemento se hundían en el lodo, subiéndome poco a poco el caldo hasta los tobillos. Me quedé inmóvil «¿por qué no me había quedado descalza cuando ocurrió la primera vez?» pensé. Me sentía como un tentetieso. A lo lejos, empezaron a salir siluetas oscuras, y otras, se quedaban iluminadas tenuemente en las puertas de las chabolas. Algunas pequeñas figuras permanecían escondídas tras las grandes.
«El miedo se apodera del ser de mil formas cuando se intenta entrar en una realidad ajena». Sentí como él me salía de mi interior. Me caía caliente, serpenteando me bajaba por la entrepierna, muslos, rodillas, hasta el lodo de mis tobillos. Ahora estaba calada hasta los huesos, embarrada, y con la braga empapada en orina. Y las sombras grandes se convertían en pequeñas, y las pequeñas se hacían mayores, pero nadie se movía.
Todo pasó en un instante, lo que dura el cortejo de las luciérnagas. Un
prende y apaga, como había sido mi viaje a ese país, como había transcurrido mi
aventura en la camioneta, como llegué a la media docena de chabolas con techo
de launa perdidas en un barrizal desforestado. Me agarré a esa otra luz, la
confianza, la que iba a compartir esa noche con ellos, y otras muchas más. La
confianza, en aquel rancho con Miguel y Zoila, su mujer, sus cuatro hijos y los
bebés mellizos, un chancho (un
cerdo) y dos gallinas.
La madera putrefacta del suelo, los desechos, los charcos y las corrientes de
agua eran los lugares donde las luciérnagas vivían. Y seguirán allí, brillando
por sí mismas.
Espero que te haya gustado. Es el tercer
relato que hago autobiográfico.
el primero fue "Tótem familiar". Fue ganador en
un concurso literario.
Te invito a verlo en el canal y ya me dices tus impresiones.
Te paso el enlace por si te animas a
suscribirte, es muy fácil y rápido, pinchar, (campanita-todas) y likes, así yo
se que te gusta el contenido y seguiré narrando estas historias. Gracias.
Una aventura generosa, y con mucho mérito. No me extraña que el regreso a España sea como dejar un trocito de sí mismo en esas selvas tras guerras civiles. Suerte de las luciérnaga, y los recuerdos que te traes. Ese Miguel será un líder estupendo.
ResponderEliminarUn abrazo y gracias por compartir tu verano como voluntaria de ONG
Gracias Alba, por compartir esta lectura. Fue una aventura apasionante y aprendí tanto de la sencillez de aquella familia, el sentido de la supervivencia con poco. El valor de un trozo con árboles y un manantial. Un abrazo y feliz finde!!!
EliminarSin duda una experiencia imborrable. Y generosa. Y muy bien contada.
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias Chema,me alegra que te haya gustado. Feliz finde!!!
EliminarDesde luego con el relato de tu aventura, me ha hecho hacerme una pregunta ¿muchos jóvenes no tendrían que vivir algo así? seguro que a muchos les cambiara la vida para bien porque verian cuanta diferencia y como la gente lo pasa mal y estoy segura que se replantearian la vida de otra forma, estoy segura.
ResponderEliminarLa conclusión a la que he llegado aparte de que es una historia emocionante, es que sin duda alguna en ti dejo una huella por siempre, gracias por compartir algo tan personal.
Un beso.
Hola amiga Tere, gracias por tu lectura y dejar tus impresiones. Creo que para vivir esa experiencia no hay edad. Es algo que te mueve por dentro cuando pierdes el equilibrio en tu vida. Y si, amiga estas experiencias te hacen crecer como persona, hay un antes y un después. Ayer grabé el vídeo, y creéme me emocioné un montón, conforme lo relataba iba viendo con tanta nitidez esa vivencia del camino junto a Miguel rodeados de luciérnagas. Aparte de la aventura, fueron momentos mágicos. Un abrazo amiga mia y feliz semana.
EliminarBuenísimo relato y una experiencia más que maravillosa.
ResponderEliminarUn placer leerte y saludarte
Abrazosbuhos
Gracias Buhitas por pasarte, un abrazo, feliz semana
EliminarDesde luego es una experiencia la que has vivido que marca la vida, sin duda muy enriquecedora, y con tu maravillosa manera de narrarla nosotros hemos podido sentir. Enhorabuena 😍
ResponderEliminarHola desconocida, o desconocido, gracias.
EliminarMuy interesante vivencia Emerencia, me ha gustado la manera en que lo contaste y ese reconocimiento al paternalismo que a veces se nos cuela cuando se acude a otras comunidades.
ResponderEliminarMe ha parecido muy tierno Miguel y su afán de aprender y enseñar a los suyos.
Un abrazo
Hola Conxita!!! si, qué equivocación, cuando creemos que nosotros vamos a arreglar el mundo, ¡zas! te dan una lección de humildad. Y es así, ellos fueron lo que me lo dieron todo. Después de dejarles, pensé y estuve tiempo pensandolo que ¿hasta dónde no llegaría a influir en sus vidas? les dejé casi todo lo que llevaba e incluso les di dienero. Y tal vez les creé unas expectativas para otra gente que fuera allí de voluntaria. ¿Esperarían entonces algo a cambio? No sé yo me llevé mucho de ellos y no, no les dejé nada a cambio, una extranjera que jugaba con sus hijos, como lo podría haber hecho cualquiera de su comunidad. Yo era algo extraño, extraño y curioso. Me plantee muchas preguntas y dudas ¿qué hacia realmente allí? Bueno, me enrollé. Has tocado esa frase que es clave en una labor de voluntariado. Hasta qué punto la gente está informada de a lo que va y las necesidades que puede crear. Hay que formar realmente a la gente de la comunidad de avances tecnológicos de habilidades y destrezas, y ellos, son los que realmente deben enseñar a su gente con su cultura, con su idiosincracia, con su orgullo, y hacerles sentir dignos, y nunca, inferiores. Un abrazo compañera, feliz dia!!!
EliminarSí que me ha gustado, Emergencia. Sobre todo me ha encantado la sinceridad que trasluce en él y cómo logras transmitir a quien te lee el miedo que sentiste ante la nueva realidad a la que llegabas y te ibas a enfrentar.
ResponderEliminarMe ha apenado mucho lo de la deforestación imparable que relatas. Da rabia, pero, claro, como dte decía el chófer que re llevaba así sus hijos tendrán mejores posibilidades en la vida, En fin,, es la vida.
Un abrazo
Hola Juan Carlos, si, esa realidad sigue, y ese país tan pequeño, me imagino que poco se habrá reforestado, solo interesaba entonces sobrevivir y lo hacían cultivando.Los padres son los mismos en cualquier sitio, les importa la supervivencia de sus hijos. Ellos al menos tendrían un trocito de tierra con un manantial y seguro, conservarán algunos árboles y matas silvestres que conserven la vida de todos aquellos animalillos que se escuchaban. Gracias por tu comentario. Un abrazo y feliz día.
EliminarHola Eme!!
ResponderEliminarPrecioso relato, con una verdad arrebatadora, describes cada momento con tanta sensibilidad que he podido imaginar todas tus sensaciones. Una aventura valiente y generosa que mirada con la perspectiva del tiempo todavía adquiere más valor. La juventud y el idealismo mueve montañas porque con la edad los miedos y la mirada cambia.
Aplaudo tu generosidad y tu valentía, lo has narrado con mucha empatía amiga.
Besazos Eme y cuidaros mucho.
Hola amiga Xus. Hay experiencias que trascienden más allá del tiempo. Ni decirte, cuando terminé de grabar el relato. Ya estaba emocionada conforme lo iba narrando, pero al final lloré, ya fuera de cámara. Super emocionada después de casi treinta años que han pasado. De esta familia nunca más supe, aunque lo intenté. Pero el aprendizaje que me dejaron eso solo mi vida de después lo sabe. Un abrazo y feliz día!!
EliminarQué relato tan bello y auténtico, que nos revela a una Emerencia altruista y valerosa, una joven con vocación de maestra de pobres. Una verdadera epopeya aventurera, la que viviste y disfrutaste, arriesgando lo que casi nadie quiere arriesgar: la vida.
ResponderEliminarEn esta ocasión también me ha resultado un relato familiar, como si ya lo hubiera leído tiempo atrás y que me dejó una muy grata impresión, que ahora se ha repetido.
Un abrazo.
Hola Josep María, ya de vuelta compañero, qué alegría verte por aquí ¿qué tal las vacaciones? Sí tienes razón este relato ya lo subí entonces, ahora lo he corregido más a conciencia para ser narrado, como muchos de los que estoy subiendo. El único nuevo es "La escribana" te animo a leerlo o verlo en video, uf, no te dejará indiferente, ya te lo aviso. Un abrazo y feliz día!!
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