OBSESIÓN



Camille no atendía a razones. Solía ser bastante terca. Si se le metía algo en la cabeza, no paraba hasta conseguirlo. Una vez me dijo que era por lógica. Que cedería si tuviese una clara razón.

Camille era una maniática. Llevaba siempre una libreta y apuntaba los pros y contras de cualquier situación que se le atravesara. Su fuerte carácter contrastaba bastante con su débil estado de salud. Quizás ahí radicase sus fuertes dolores de cabeza y que, para librarse de ellos gruñía para adentro y discutía con todo.

Pero no fue su cabezonería lo que me atrajo de ella. Cuando la conocí en Perpiñán, tenía un punto de extravagancia en su forma de vestir. Y, sobre todo, en su peinado. Y no era esa la moda de entonces. Es que ella era bastante rompedora. Única en todo. También me fijé en su extrema delgadez. Siendo una criatura alta apenas pesaba sesenta kilos.

Su extravagancia tocaba límites. No solo para llamar la atención, ésta formaba parte de sus obsesiones. Se teñía de azul su largo y rubio cabello. Para las peluqueras debía de ser un calvario hacer esas cuadrículas azules en su pelo. Aquí ya no era su lógica la que imperaba, según ella, esto solo era cuestión de orden. Y me lo decía mostrándome con una mano, su pelo, y en la otra, el spray, para que yo le mantuviese ese azul brillante que tanto le gustaba. Tanto me insistió con el dichoso orden, que terminé pintando no solo los retoques de su pelo, sino las paredes de su casa, estanterías y mesas. Poco a poco, incluso yo llegué a sugestionarme con ese aborrecible color azul cobalto dándole brochazos aquí y allá a las ventanas y puertas.

Camille vivía obsesionada con cosas inclasificables: la cuadratura azul en su pelo, los tatuajes de flor de cerezo en su espalda y un perro bulldog francés que no ladraba, un perro que solo emitía gruñidos. Por algo dicen que los perros se parecen a los amos.

Una noche, mientras dormíamos, me desperté sobresaltado. Me encontré a Camille temblando, sentada en la cama. Al parecer le habían vuelto las pesadillas. Yo andaba convencido que serían estos sueños la causa de la psicopatía que sufría Camille. Llevaba tiempo que no se despertaba de esa forma, sudando y tan exaltada. La tranquilicé. Me dijo que se veía encerrada, que estaba atrapada en una caja azul. Y mientras me lo decía se ahogaba en llantos. Después terminaba atrincherada durante horas en un cuarto que estaba en el sótano de la casa. Me hizo sentir culpable por pintar casi toda la casa de azul con esa dichosa manía suya de la cuadratura y el orden. Algo que yo nunca llegué a entender. Y con el tiempo menos aún. Tampoco me interesé mucho más. Eran sus manías. Todos las tenemos. Llegamos a obsesionarnos con ellas y a convertirlas en objetivos de nuestra vida. Y de qué forma.

Me dolió dejarla. Y mucho antes de lo que había pensado. Andaba harto de tanta locura. Fue cuando me regaló aquel traje, una especie de mono azul. Insistía mucho en que me lo pusiera. Me negué. Entró en cólera y forcejeé con ella. Le grité que estaba loca y luego la empujé tirándola al suelo con la mala suerte que se golpeó la cabeza. Aún recuerdo su cara de odio y sus gritos en aquel aparcamiento a la salida de Canchés.

Abracé el destino entonces cuando la policía francesa me comunicó que era presunto culpable por un asesinato. Un asesinato que no había cometido. No. No maté a Camille entonces. Pero lo pensé, estaba harto de ella. De lo que si estaba seguro es que de seguir viva sería ella la que me inculpara. Hiciera lo que hiciera siempre me echaba la culpa de todo. Hui. Me adentré en bosques cercanos a la frontera con España, en la reserva nacional de la Forêt de Massane. Pasé las noches en refugios de montaña. Estaba seguro que nadie lograría encontrarme. No sabía lo que había hecho y que asesinato había cometido.

Al final me decidí por una cabaña. Y quedarme en el bosque más tiempo. Estaba a unas tres horas del pueblo más cercano. Allí fue donde me dijeron que aquella cabaña llevaba tiempo abandonada. Era muy agradable a pesar de sus desperfectos. Necesitaría bastantes arreglos. Desde la ventana se podía ver el macizo de Albéres, con su pico transfronterizo Neulós. Me hacía sentir que al otro lado estaban mis orígenes, los que dejé hace veinte años.

Cuando ya tenía la confianza de que ya se habían olvidado de mí. Ella consiguió dar conmigo. Me había localizado. Lo supe cuando al volver del bosque vi la puerta abierta y su perro no estaba y tampoco el todoterreno. Entré en la cabaña. No había nadie. Todo estaba tal como lo dejé. Era extraño. Y esa misma noche sentí un pinchazo en el brazo. Luego me desperté en una habitación oscura. Con una pequeña trampilla en uno de los laterales, en su parte más alta. Apenas dejaba entrar la luz iluminando solo parte del suelo. Tenía un techo abovedado. Había dos cisternas y una cavidad rectangular allí donde el rayo de luz iluminaba el suelo pedregoso y unos escalones que bajaban a una especie de bañera. Tal vez fuera un baño ritual abandonado. Es lo que pensé entonces. Había leído que los judíos solían tener algo parecido en los sótanos de sus casas o bajo las sinagogas. Las paredes eran oscuras, como amoratadas, pero con la luz del sol descubrí que no era morado sino azul. Y no cualquier tono de azul. Era azul cobalto. Solo ella podría haber pintado así esas paredes.

Escuché una voz de mujer en aquel silencio. No era muy clara, algo como ¿Tienes miedo a que te hagan algo? Y se callaba. Volvía. Ahora sabes lo que es no tener libertad. Era como un susurro. Y volvía. Sueña. Sueña y carga con ello. No entendía lo que quería decirme. Podrían ser sus dichosas y aberrantes psicopatías. Si quería asustarme lo estaba consiguiendo. Yo, me mantenía despierto por lo que pasara, allí tendido en aquel frío hueco del baño ritual. No había otro lugar para acomodar el cuerpo. Pareciera una vejación que donde se habían purificado mujeres sefarditas y bautizado a los convertidos al judaísmo en el siglo XII o XIV estuviera yo ahora allí, rebullido, un ateo. Y con esta ocurrencia que me fraguó la mente entonces pensé que tal vez estuviese en España. En algún lugar abandonado. Todo era siniestro.

En el fondo de aquel sótano se podía vislumbrar algo parecido a cuadrados pintados en el suelo, eran cinco. Conforme pasaban los días los veía elevarse del suelo cada vez un poco más. Tenía que ser una enajenación mía a causa de la falta de luz de aquel sótano ¿Quién estaba detrás de aquella locura? ¿Y qué quería de mí? Yo no dejaba de pensar en Camille. Era una idea fija. Presentía que era la única que tenía razones para encerrarme. Recordé sus pros y contras.

Dejarla abandonada en aquel aparcamiento, desmayada, con la cabeza desangrándose en el suelo. Ella me quería. Y yo no la socorrí. Tal vez esperara que la llevara a un hospital. Tal vez me auto convencí que moriría allí. Fue un accidente. Un accidente que ella no me iba a perdonar. Me sugestioné con aquella imagen. En momentos entraba en trance de locura. Y sufría de visiones. Tal vez la comida que me pasaba diariamente o el agua estaban narcotizados. No soportaba cada noche ver como aquellos pilares ficticios se alzaban, uno tras otro. Iban subiendo con sigilo, un sigilo que arañaba el eco de aquel foso, alcanzando una altura indistinta y cóncava. Era desesperante ver cómo cada noche se erguían milímetro a milímetro como dientes de un ente fantasmal.

Tal vez pasara veinte o treinta días en aquella oscuridad. Hasta que un día entró un fogonazo de luz. Medio ciego me arrastré hacia aquella puerta roja que se mantenía abierta, iluminándolo todo. El resplandor blanco quemaba el fondo de mi retina. Mi cabeza remolcó por el suelo el resto de mi cuerpo, un cuerpo vencido como una dócil iguana. Mis manos arañaban el avance hacia la entrada, negándose a seguir. Se me planteó entonces una cuestión hiriente a riesgo de perder la vida en aquella prisión: Salir o Quedarme.

Conseguí salir. Mis uñas estaban ensangrentadas, al igual que mis rodillas. Quedé medio ciego. Alguien me sacó y me llevó a un vehículo. Lo escuché arrancar, parecía una camioneta. Me abandonó en un pueblo. Estaba al otro lado de los Pirineos. No me había equivocado. Me encontraba en suelo español, en Huesca. Nadie me dio referencias de quien, o quienes me habían dejado allí.

De allí volví a Barcelona, a mi tierra. Olvidé Francia y todo lo ocurrido.

Apenas pasaron unos días de aquel encierro y cuando ya creí que mi vida se había vuelto por su cara amable, ocurrió algo que me estremeció. Paseaba por un bulevar del Paseo de Gracia y en uno de los escaparates vi el reflejo de Camille. Giré sobre mí y no había nadie. Cuando volví la vista al escaparate, allí estaba mi reflejo. Allí estaba Camille.



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Comentarios

  1. Intrigante final. Las locas parecen muy atractivas, `pero dan una guerra enorme. Deshacerse de ellas no es fácil, pero ese accidente no sabemos si en efecto la llevó a la muerte o no. Ahora su reflejo en Paseo de Gracia está vivo.

    Un abrazo

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    1. Hola amiga Alba, hoy me demoré en contestar a tu comentario. Jaja, veo que la rubia de pelo caprichoso no ha sido santo de tu devoción. Bueno, al menos te has quedado muy intrigaa con ese final abierto. Muchas gracias compañera. Un abrazo.

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  2. ¡Hola, Eme! Jo, cada día cojo el metro en Paseo de Gracia, así que estaré pendiente de los escaparates, je, je, je... Un fantástico relato en el que se entremezcla el sentimiento de culpa con lo irreal, aunque la culpa suele ser algo tan espeso que se puede tocar o ver. Un personaje muy enigmático esa Camille en una historia a la que conforme la iba leyendo le ponía la música de Vértigo de Hitchcock. Un abrazo!!

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    1. Hola amigo David, jaja mira que coincidencia, lo mismo te encuentras con Camille por ahí. Qué bicho literario eres, qué buena observación has tenido con ese psicópata. Es que te tengo que adorar. Jaja. Muchas gracias compañero. Un abrazo grande.

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