TABLONTE



Raúl miró con mucha atención aquellas dos fotos. Yo andaba impaciente por saber qué opinaba. Este no iba a ser uno de esos vetustos edificios de ciudad con las paredes y techos aún intactos. Este era un trabajo singular. Y podría resultar también muy arriesgado. Tendríamos que adentrarnos en un lugar perdido y solitario, sin tener aún la experiencia de responder si ocurríera algo inesperado. Hasta ahora, todo había quedado en psicofonías y cierres inesperados de puertas. A estas respuestas de los espíritus ya nos habíamos acostumbrado. Pero en un pueblo abandonado nunca sabes qué puede suceder.

Yo no sabía con exactitud qué hechos acaecieron en este lugar llamado Tablonte. Llevaba décadas desierto y aún no se conocía las causas de su abandono. Nadie quiso contarme nada de lo ocurrido allí. Localicé descendientes de pobladores, pero ninguno se dignó a decir nada. Insistían en que el pasado había que enterrarlo. Y esto fue lo que realmente nos despertó la curiosidad a Raúl y a mí. Además, en el lugar aún se conservaban restos de un asentamiento amurallado del siglo XVI. Pobladores moriscos habían vivido en estos entornos y con toda seguridad, alguno de ellos, allí estaría. Eran motivos suficientes para ir y descubrir más de su mundo oculto. Así que, decidimos comenzar una investigación paranormal.

Tras cuatro horas de viaje dejamos la carretera nacional y nos adentramos en un camino de tierra. Un camino que nos zarandeó hombro con hombro sacudiéndonos como cántaras. Raúl, agarrado al volante, arremetía contra las curvas cerradas y mi cara más de una vez se pegó contra el cristal de la puerta. Nos habíamos propuesto llegar al mediodía para tener tiempo de reconocer el terreno. Señalar aquellas zonas más peligrosas que nos permitiera con confianza andar de noche . Y, por supuesto, preparar el equipo. Pero a causa de un contratiempo, con el que no contábamos, y a falta de algunos kilómetros, tuvimos que dejar el coche y proseguir caminando.



El puente principal que atravesaba el torrente estaba intransitable. Unas rocas cerraban el paso y solo podíamos avanzar por un antiguo puente peatonal de tablas que crujían a cada pisada que dábamos. Con las mochilas cargadas sobre la espalda y el equipo en las manos, fuimos dando pasos lentos, tambaleándonos sobre aquella abismal garganta de piedra que se abría bajo nuestros pies. Cuando dejamos atrás el puente subimos por unas escaleras labradas en la roca. A falta de pocos escalones, nos encontramos con una pequeña ermita. En su interior, se hallaba una pequeña figura de San Cristóbal, el patrón de los viajeros. Una señal de buen presagio.

Pasaban ya cinco horas del mediodía y se nos echaba la tarde encima. Y en una revuelta del camino, por fin lo vimos. Estábamos ya muy cerca de Tablonte. A lo lejos, apareció su campanario entre las copas de los olivos. Un sendero estrecho se abría en el terreno. El lugar no debería de estar muy abandonado, o quizás, era una vereda de paso de ganado hacia otros lugares habitados. Tras subir una empinada cuesta de tierra, un grupo de altísimas y delgadas palmeras nos esperaba a modo de centinelas. Nos quedamos quietos viendo la primera estampa del lugar. Y fue cuando algo muy extraño me ocurrió.



A lo lejos, entre los árboles, se entreveía la silueta de la iglesia. Parecía el único edificio en buen estado. Comencé a caminar hacia ella sin perder de vista al campanario. Conforme avanzaba experimenté una sensación fría que se me metía por el cuello como un gato buscando calor. Según me aproximaba, las paredes de las casas cercanas las veía agrietarse, se les desprendía su cubierta de cal; los tejados se les oía derrumbarse en su interior; restos de tejas y muros de piedra desplomados me cerraban el paso. Allí estaban aquellas paredes abiertas y asomándole, en el interior, ese esqueleto de vigas de madera, y en muchas de ellas, colgando, se mecían sus cuerdas desatadas. Las puertas se soltaban de sus anclajes, escupiendo clavos y astillas. Las ventanas desaparecían dejando oscuros huecos. Fue una vivencia extraña ver como aquellas casas sucumbían al deterioro. Mi mente y mi cuerpo se desconectaron. Viví el paso del tiempo de una forma acelerada. 

Mi cuerpo se paró frente a las escaleras de la iglesia. Presentía algo. Y de pronto, un roce en mi mano. Me giré y vi a Raúl, a lo lejos, acercarse a mí. No había nadie más. Nada se movía. Me fijé en lo árboles de alrededor por si alguna rama me hubiera rozado. No había viento. No se escuchaba nada. Todo estaba en silencio.

Por mucho que le contaba a Raúl lo que había sentido y visto, no me creía. Incluso me hizo dudar de mí misma. Puede ser que anduviera un poco ofuscada con este pueblo fantasma y comenzara a imaginar cosas. “Sonia, ni se te ocurra comer mucho esta noche porque podrías sugestionarte aún más. Influye en la objetividad de la investigación”, me dijo. Pero yo no podía contradecirme. Yo ya había vivido la sensación de una presencia ajena a nosotros. Sabía lo que era una manifestación extraña y muy diferente a un campo eléctrico humano.

Nos adentramos por las calles principales, tragadas literalmente por un infinito yerbazal. El pueblo era más grande de lo que imaginábamos. Lo conformaban un caserón que se abría a la entrada principal del camino por donde habíamos subido. Y alrededor de él se disponían pequeñas viviendas, unas junto a otras, posiblemente de los trabajadores de la finca. Todo había sido saqueado, y parte de los techos de la segunda planta se habían hundido. Descubrimos restos de un molino de aceite, y tan solo quedaban de él las muelas de piedra. Un jardín yermo se abrió ante nosotros en un patio central. Algunos de los espacios podrían ser cuadras. Eran reducidos y altos. Y por fin, nos tropezamos con la torre defensiva de los tiempos nazaríes. Quedaban restos de una zona amurallada junta a ella, pero la mayor parte andaba desaparecida. La vivienda principal parecía que hubiese sido habitada hasta el siglo XIX, al encontrarnos retretes con cisternas elevadas. Una de las habitaciones, conservaba aún el techo y fue allí donde dejamos las mochilas y los sacos de dormir. Nos dispusimos a comer algo rápido y ver donde íbamos a montar los equipos. Yo insistí que debíamos comenzar por el interior de la iglesia.



Una pared de bloques de cemento tapiaba la entrada. Por un agujero deforme que había sido abierto a mazazos, pudimos acceder a la capilla. Al igual que el resto, era una desolación. Tampoco se había salvado del expolio que había sufrido todo. No quedaba nada. Incluso habían intentado arrancarle los clavos de adorno y el bocallave a su puerta principal. Atravesamos una pequeña antesala dejando atrás una segunda puerta de madera y a la derecha, nos encontramos un hueco con una estrecha escalera de caracol que subía al coro y al campanario. En lo que era el altar, en la pared, se conservaban restos de un mural y sobre él, habían hecho pintadas de pentagramas esotéricos. A un lado, había una pequeña habitación, la sacristía. Piedras, tierra, maderas, botellas, latas. La imagen del vandalismo se repetía. El techo, con artesonado de madera, estaba intacto, salvo un boquete abierto justo encima del altar. Nos dispusimos a colocar los aparatos. Raúl salió a buscar los medidores Gauss de campos magnéticos, mientras yo colocaba los dispositivos de medición de temperatura. Instalé sensores de movimiento acústicos y luminosos en las escaleras que subían al campanario y también en la entrada. Estaba segura que conseguiríamos psicofonías, voces y sonidos de los moradores de aquel lugar. Era un sitio estremecedor por sí mismo.

Cuando volvió Raúl insistió en que saliera, tenía que ver algo en el exterior de la iglesia. Junto a la pared, y delante de la sacristía, se encontraba una zona vallada, posiblemente sería el cementerio. Había restos de lápidas rotas esparcidas entre troncos secos, piedras y malvas floridas. Las letras en las lajas de piedra estaban borradas. A un lado del cementerio había un pozo. Nos preguntábamos por qué estaría allí.

Antes de que anocheciera nos adentramos en una vivienda que se encontraba frente a la iglesia. Se respiraba un ambiente opresivo entre sus ruinas. Casas con apenas huecos de luz, grandes clavos de cabeza redonda hincados por toda la pared, incluso había restos de cadenas en las vigas principales. Aquel sitio ahogaba. Raúl me miró e imaginé lo que pensaba. Yo le insistí en comenzar por la iglesia. Al fin y al cabo, teníamos dos noches para experimentar en diferentes espacios.




Esa noche nos acomodamos en un rincón de la iglesia durante cuatro horas. Allí, preparados, con todos nuestros aparatos dispuestos a captar cualquier cosa que alterara aquel lugar. Las cámaras fotográficas, analógicas y digitales, colocadas en el mismo ángulo para capturar figuras espectrales. Pero, a pesar de lo siniestro del lugar y del silencio de la noche, nada. Ni escuchamos ni vimos nada. Dejamos las grabadoras puestas durante toda la noche y decidimos irnos a dormir.

Raúl y yo nos conocimos estudiando Psiquiatría y nos motivaba conocer el origen de las cosas inexplicables. De ahí a que acabáramos investigando los fenómenos paranormales. Descubrir fantasmas, sus voces, sus formas. Sabíamos que no se ajustaba a los cánones de la ciencia ni teníamos ninguna formación en esta materia. De escépticos renegados pasamos a creyentes acérrimos cuando escuchamos las primeras voces de un espíritu en un antiguo edificio de Granada. Acompañábamos a un grupo de investigadores de Parasicología. Fue entonces, cuando nos hicimos con un par de radios de bolsillo y repetimos la experiencia nosotros solos en varios edificios más, dispersos por la ciudad. Enfrentarnos a nuevos misterios sin resolver es lo que últimamente nos apasionaba.

Como toda pasión también tiene sus desvelos. En aquel poblado yo no pude pegar ojo. No me quitaba de la cabeza aquella sensación que tuve en la mano. Era como si alguien hubiese intentado agarrármela. Raúl dormía cuando decidí salir fuera de la habitación. Era una noche muy cerrada. Toda la oscuridad de aquellas ruinas se enfrentaba a mí. Apenas se veían las siluetas de los olivos cercanos. Bajé por la calle hasta la iglesia. Había aprendido a no tener miedo a la oscuridad y sabía que estábamos solos en aquel lugar desierto. O al menos eso creía yo.

Faltaban dos o tres horas para el amanecer. Yo andaba impaciente por saber si nuestros aparatos habían captado alguna presencia espectral. Cuando me disponía a entrar en la iglesia, escuché un sonido extraño. Me quedé quieta. Intentaba hacer el menor ruido posible con mi cuerpo. Podría ser algún animal que estuviera cerca. Pero los sonidos se repitieron. Esta vez era un clim de la caída de una llave sobre el suelo. Después fueron sonidos humanos. Eran psicofonías escalofriantes, como chillidos ahogados. Y no salían de la iglesia. Me giré y volví a bajar las escaleras. Me acerqué al muro caído del cementerio. En esa oscuridad me pareció ver algo. Una ráfaga de luz, una luz muy tenue. Y fue muy rápida. Desapareció súbitamente por encima del pozo. Al mismo tiempo sentí mi pelo moverse. Una fría brisa me envolvió. Y nuevamente mi mano. Esta vez algo me la había agarrado. Me estremecí tanto que chillé y me quedé congelada mirando a mi alrededor. Pregunté si había alguien. Nadie. Pregunté si quería decirme algo. Nada.


Regresé acelerada hacia la habitación donde dormía Raúl. Y no estaba. Aquello me puso muy nerviosa y fue cuando verdaderamente me asusté. Sabía de gente que había desaparecido de forma extraña en otros lugares abandonados. Rompí el silencio y grité llamándole. Nada. Volví a gritar. Salí fuera. Entré al patio. Volví a llamarlo. Nada. Me arrinconé y me tapé con el saco de dormir. Esta vez sí que tenía miedo. Temblaba de pánico de pensar que me había quedado sola en aquel lugar. Un montón de ideas me vino a la cabeza: salir corriendo, buscar auxilio, coger el coche, encontrar la población más cercana, llamar a la guardia civil, pero había que recoger todo el material de investigación, los aparatos ¿Qué era aquello que me había cogido la mano? ¿Qué le había pasado a Raúl? ¿Y si Raúl no apareciera? Yo seguía con las piernas encogidas, abrazadas contra el pecho y tapada completamente por el saco. No podía moverme. No quería mirar. No quería respirar. Me intenté tranquilizar, canturreaba, hablaba sola… Y de pronto, sentí que alguien me quitaba el saco de la cabeza.

—¿Qué te pasa, Sonia? he escuchado los gritos, y vine corriendo ¿Qué hacías?

—Y tú, Raúl, ¿dónde estabas?

—Salí a mear y luego, fui a la iglesia.

—Yo vengo de la iglesia y no te he visto.

—Pues estaba dentro. Y estaba solo.

—Algo me ha vuelto a coger la mano.

—Este lugar te está volviendo loca. Sonia te imaginas cosas que no pasan. Gritas y te escondes en un rincón tapada hasta las orejas. Esto nunca te había ocurrido antes.

—Te digo que hay alguien aquí ¿Y cómo es que no te he visto en la iglesia? Cuando me fui tú estabas durmiendo.

—Déjalo ya. Tienes una paranoia. Creo que empiezas a confundir el espacio y el tiempo. Está amaneciendo y tenemos que ver si ha recogido algo el equipo, aparte de tus gritos, claro. Venga, relájate. Quédate aquí. Iré yo.

—No. Iré contigo. Ha sido cerca del cementerio. He escuchado psicofonías claras, una llave, voces. He visto una luz, era un espectro. Y sabes, no olía a nada.

—¿Lo has visto, o crees haberlo visto? O sea, que no estabas en la iglesia.

—Tal vez pueda tratarse de un alma perdida, un espíritu que sufriera una muerte traumática; o un alma atrapada en este lugar donde vivió y murió.

—O quizás se trate de una de esas almas que andan jugando tocando a las personas. Es una posibilidad, Sonia. No le des más vueltas. Vamos a esperar a ver las grabaciones.

Cuando comenzó a aclarar el día. Fuimos los dos a la iglesia. Comprobamos el equipo. Parecía estar bien. Pero nos dimos cuenta de que un sensor se había activado solo, y uno de los aparatos se había desplazado. Yo lo había colocado apuntando para la puerta y ahora, estaba apuntando a la sacristía. Raúl desconfió. Yo preferí echarme la culpa, puesto que había sido yo quién los habia situado en cada punto. Aunque en el fondo yo sabía que algo extraño los habia movido. Raúl en ningún momento había visto y notado nada. No podíamos contrastar los hechos.

Durante la mañana estuvimos inspeccionando el resto del poblado. El aljibe que recogía el agua, las acequias para canalizarla, los hornos de pan. Todo en un lamentable estado de abandono. Destruidos. Hubo algo que nos llamó la atención. Se repetían los pentagramas esotéricos, esta vez sobre una especie de mesa elevada hecha de cemento en una de las habitaciones más grandes. Como si de un altar se tratase. Todas las paredes y el suelo tenían pintadas. Había palabras en latín aludiendo a Lucifer. Eran símbolos satánicos y frases propias de invocaciones diabólicas y sacrificios de animales. Era la primera vez que veía a Raúl nervioso en Tablonte.

Debíamos irnos de aquel lugar. Sabíamos que a partir de entonces los resultados no iban a ser objetivos. Por un lado, lo que a mí me había pasado, y por otro, lo  descubierto en aquella habitación. Una mala energía podría estar imperando en aquel pueblo. Y podría aparecer en cualquier momento. No tiene que ser exclusivamente de noche ni a una hora determinada. Como de hecho, ocurrió.

Cuando recogíamos los aparatos en la iglesia. De nuevo se escucharon ruidos. Y volvían a ser del exterior. Era una voz. Una voz clara, de mujer, como un quejido, un llanto. Luego fue la de un niño, como si la llamase. Esta vez las escuchamos los dos. Salimos corriendo a la puerta. Nada. Nadie. Miré a Raúl. Y definitivamente, debíamos de irnos de allí. Lo diabólico no estaba en nuestros planes de investigación. 

Pudimos quedarnos, pero empezábamos a curvarnos por el miedo. Al mínimo ruido, estirabamos el cuello como un perro de la pradera. El pánico es un mal aliado para buscar fantasmas. Nos fuimos de allí. 

La vuelta fue en silencio. Era preferible escuchar el ruido real del motor; olvidarnos, al menos por esos momentos, de lo que había ocurrido. Bajé la ventanilla para sentir el aire en la cara. Me iba con la esperanza de que algún día pudiese volver. Y esa vez sería con expertos en Parasicología.

Pasado unos días nos reunimos para ver los resultados. Ni imágenes ni cambios de temperatura. Las grabadoras sí que habían captado unos sonidos. Lo escuchamos más de cien veces. Se repetía la voz de un crío.

No se me quitaba de la cabeza aquel pozo del cementerio y lo que yo vi aquella noche. Había abierto una puerta a algo desconocido, un espíritu que quisiera escapar de aquellas diabólicas ruinas de Tablonte. 



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Comentarios

  1. Un recorrido excelente por un pueblo que no me sonaba de nada, y gas trasformado en deseo de conocer.

    Un abrazo

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    1. Hola Alba, te cuento que la historia es ficticia. El pueblo existe con otro nombre. Está en Granada. Un abrazo. Gracias.

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    2. Jolines. Muy bien.

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  2. Una historia que despierta el interés por los edificios de un pueblo abandonado. Yo visité una iglesia en Portugal y me preocupé por qué los habitantes del pueblo dejaron en ruina ese edificio. Dicen que fue un pueblo fantasma y que hubo una enfermedad como la peste. Un abrazo.

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    1. Hola Mamen, ¿cómo estas amiga mía?Sí es desolador ver estos lugares, pero si despierta mucha curiosidad conocer algo de su historia, o como en mi caso inentarla. Gracias. Un beso grande.

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  3. Hola, Eme.

    Desde luego que nos hallamos ante un relato digno de Cuarto Milenio que también sirve como pequeño homenaje a esa España misteriosa y rural que tantas historias de misterio guarda en sus entrañas. La fotos dan miedito je, je.
    Besos y adelante con ese canalazo de Youtube.

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    1. Hola Miguel!!!siiii que lo da, yo no me quedaría de noche ni muerta jejeeje. Tengo que contarte que estas historias paranormales son muy interesantes. Yo nunca he participado, porque soy una miedica, soy una PAS. Gracias David. Un abrazo.

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  4. No conocía esa historia y las fotografías
    se aprecian bien, pero esas historias paranormales
    me dan un poco de temor, un gusto visitarte.

    Besitos dulces

    Siby

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    1. Hola Siby, compañera poeta, gusto en tenerte aquí. Es ficción esta historia, así que no hay miedito. Muchas gracias por la visita y el comentario. Un abrazo.

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  5. ¡Hola, Eme! Jo, justo esta semana terminé de leer La maldición de Hill House y de nuevo me llevas a un lugar opresivo en el que la soledad y el silencio parecen ser el vehículo para que nuestros miedos se disparen. Un relato minuciosamente narrado y en el que brilla como personaje el pueblo, Tablonte. Sin duda el gran protagonista por lo que muestra y, sobre todo, por lo que sugiere. Ese pozo final, puff... También quiero destacar lo bien que las fotos acompañan las lecturas, seguro que el relato ha estado inspirado en ellas y lo que sentiste al tomarlas. Desde luego que no pasaba la noche allí ni loco, ja, ja, ja... Un abrazo!

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    1. Hola David!!! Gracias David. Si es así. El relato está inspirado sobre todo en la visia al poblado abandonado. Se me quedaron muchas imágenes grabadas. Hay otras que he descrito, la gran mayoría que son ficción. En estos lugares la imaginación vuela, vuela hasta tal punto que no ves el final. Con esta historia podría haber seguido. Ya no tendría cabida en el blog y ya no digamos en la narración. Ya la he grabado y ha durado casi la media hora. Un abrazo.

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